Cuento ganador de un concurso de Radio Almansa, Albacete, que ha escrito la madre de una amiga.
Teresa Portillo
El semáforo rojo le hizo disparar la imaginación, había un atasco de mil demonios y tardaría en llegar a su casa al menos una hora. No sabía qué iba a comer, si tenía la ropa limpia para el día siguiente, si había pan o cervezas, si quedaban camisas que planchar. Había decidido darle la vuelta a la tortilla, vivir como uno de ellos, alegre por la vida, cumpliendo en su trabajo y “cumpliendo” en otras cosas, con la conciencia tranquila, sabiéndose perteneciente a una raza superior, inteligente, guapa, deseable, informada, dejando atrás todo el lastre acumulado a lo largo de su vida, porque en definitiva, por qué no. No estábamos en la época de la igualdad, del “buen trato” frente al maltrato histórico sufrido por ellas, ¿no era la época de la emancipación de la mujer, de la cuotas al 50 por ciento?
Ya había luchado por todo lo luchable, la carrera con ellos en la Facultad; las oposiciones, con ellos; el trabajo, cuando sólo había una mujer entre cien hombres, con ellos; se había sentido disminuida porque si había que elegir a alguien para algo, sería uno de ellos y para qué hacer siquiera un amago de intento.
Ellos, los imprescindibles-prescindibles, los presentes en ciertos momentos, los que no pegan pero te dicen”eso te pasa por ser mujer”, los que te abren la puerta del coche no por educación, sino a ver qué sacan. Ellos, los que tienen no sé qué entre las piernas que los hacen inmunes a labores como planchar, fregar, lavar, cocinar, limpiar los platos, levantarse cuando llora un niño, saber qué zapatos necesita tu hijo y que, en días muy señalados, entrarán en la cocina con su mejor sonrisa y te dirán ¿en qué te ayudo?
Si había que levantarse a por un plato, iba ella; si se leía la prensa, primero él; si había que decidir qué comer, para ella la decisión; si había que enterarse de cualquier nuevo ordenador, primero él; si había que saber qué camisas estaban planchadas, primero ella; si se tomaba una cerveza al final del trabajo, primero él; si había que cuidar a un enfermo, primero ella; si él estaba leyendo, no se le interrumpía; si leía ella, se podían hacer todas la interrupciones del mundo; si había en la tele película y fútbol, primero fútbol.
Pero de qué te quejas, so tonta, eres una mujer emancipada, universitaria, de las pocas de tu tiempo, que lee cuando puede, que no le pegan, que tiene un trabajo, querida por su familia, con jornadas de trabajo de catorce horas, etc., pero que no deja de pensar que los que la rodean son plantas saprófitas, de esas que viven en sustancias en descomposición. La sustancia en descomposición es ella, no hay duda.
Y no hablemos del manejo mental: no vayas a decir nada, ten cuidado con esa persona, para qué ese amigo, aquella amiga no me gusta, es que no te enteras…
Le seducía la idea de vivir alojada, como él había hecho toda su vida, con todo resuelto, como si fuera un hotel en donde, además, se puede exigir y se tiene patente de sexo.
A medida que el tráfico se iba congestionando, su decisión estaba tomada. Ya ayer había empezado una revolución sorda que consistía en a preguntas como ¿mañana qué comemos? contestar impertérrita ¿tú que has pensado? Esta respuesta ya fue un triunfo.
Había tomado la decisión de su vida: comportarse como él siempre, que además no era tan difícil, porque, según él, su comportamiento no merecía la menor crítica. No le importaba que explotara todo porque ella ya había explotado mandando “al peo” a cualquiera que se interpusiera en su camino.