12/1/09

LAS CÁRCELES, PARA LA HISTORIA

Un día, tal vez no muy lejano, alguno de nuestros herederos cuando se acerque a un penal derruido y recorra sus instalaciones, pensará en lo salvajes y crueles que eran sus antepasados.
Nuestro hijo del futuro no llegará a entender cómo se encerraba a los seres humanos por no pagar una multa de tráfico, porque estaban enfermos y la cabeza no les regía bien, porque eran adictos a sustancias que los sacaba de un mundo que no les gustaba o no los trataba bien.


Nuestro descendiente no encontrará una explicación lógica para justificar que se recluyeran a inmigrantes que vendían colonias baratas a las puertas de los grandes almacenes y salían pitando para evitar la persecución de los policías jaleados por los accionistas de las tiendas.


Dentro de unos años, será difícil explicar como se retiraban los hijos de sus padres a niños traviesos, golfillos de barrio, fracasados de la escuela, chavales de la calle, aventureros de la noche, granujillas del trapicheo ...

Cuando pase el tiempo, los antropólogos buscarán las retorcidas razones por las que nosotros no supimos resolver los problemas comunes de manera civilizada y encarcelábamos a nuestros semejantes durante años, condenándolos al peor de los sufrimientos, a la peor de la venganza, a enterrar en vida a los desadaptados, a los disidentes, a los parias, a los desesperados, a los que no tuvieron oportunidades ni cariño.


Los estudiosos no darán crédito cuando lean en las hemerotecas que había quienes defendían esta industria del dolor porque generaba empleo y se dejaron de construir pisos que nadie podía comprar y la construcción que no podía parar se desvió a las afueras de las grandes ciudades para erigir grandes cárceles, enormes presidios donde ir almacenando a los excedentes. Aquellos seres humanos que la máquina rechazaba porque no eran productivos, y sí en cambio costosos, molestos, inservibles, inútiles, insobornables, irreductibles.


Los eruditos del pasado repasaron las proclamas del empleo que creaban los muros, miles de personas con un sueldo fijo para mantener el sistema y seguir amarrándolos al consumo que les reportaba el falso sueño del consumo, que vendían como bienestar infinito, cuando en realidad los encadenaba también a un jefe, a un banco o a una compañía telefónica por la que poder comunicar al semejante lo triste que era la vida sin libertad, ellos que firmaban créditos, esposados de por vida.


Cuando pasen unos años, las cárceles serán museos del horror y del padecimiento y en sus celdas se recreará virtualmente la desesperación de los cautivos, las lágrimas negras de la soledad, el silencio como potro de tortura, los gritos de la autoridad aporreando el alma de los cautivos, las heridas y moratones de la ausencia querida, las patadas del olvido, los puñetazos de la indiferencia, la picana de la cerradura, el ahogamiento gélido del barrote, el azote del tiempo denso y muerto, el apaleamiento de los años rotos ...